Corría el año 1136. El rey de Aragón, Ramiro II el Monje, no podía gobernar en paz sus dominios por las insidias y desobediencia de una parte de la nobleza. Para buscar una solución a sus problemas, envió un mensajero al monasterio de San Ponce de Tomares con el propósito de consultar a un abad muy sabio que allí había.
El enviado real tenía el encargo de transmitir de palabra las quejas contra los nobles. Conocedor el monarca de la regla del silencio que profesaba el abad, la cual le impedía dar una respuesta hablada, ordenó al mensajero que observase detenidamente todo lo que hiciese el religioso al oír las quejas reales.
Tras escuchar al enviado, el abad salió al jardín del claustro y con una hoz se entretuvo en cortar todas las ramas que sobresalían de los árboles allí plantados.
El mensajero contó al rey lo que el abad había hecho. Algunos días después, el monarca convocó a los nobles del reino en la ciudad de Huesca. Durante la audiencia, les propuso fundir una campana que pudiese ser oída en todo el reino.
Pasado un tiempo, en un día señalado hizo acudir a aquellos nobles a quienes quería castigar. Les hizo entrar, de uno en uno, en una estancia en la que los verdugos les esperaban para decapitarles. De esta forma fueron ajusticiados quince ricos hombres. Sus cabezas fueron colocadas en círculo en una bóveda subterránea. Del techo pendía, a modo de badajo, la de un obispo que había capitaneado a los magnates. La campana así construida fue mostrada por el propio rey al resto de los nobles.
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